Meditación 8

Meditación 8

Monseñor Pérez y Aguilar y 

Madre Clara María.

 Sin duda, uno de los grandes prelados que ha tenido El Salvador fue Monseñor Antonio Adolfo Pérez y Aguilar,  Obispo de San Salvador desde 1888 y Primer Arzobispo de El Salvador desde 1913 hasta su santa muerte el 17 de abril de 1926.
 En la historia de las Carmelitas de San José tuvo parte muy principal, al ser él quien aprobó los Estatutos de creación de la  Hermandad de Terciarias Carmelitas de Santa Teresa y San José de vida común el 7 de octubre de 1916.
 ¿Pero… cuál fue en realidad el papel que tuvo el Ilustre Arzobispo de la Fundación de las Carmelitas de San José?  Llama la atención que en la tradición y las Constituciones de la Congregación de fundada por la Sierva de Dios Clara María Quirós se diga que ésta realizó la fundación a instancias del Arzobispo de San Salvador, como si la idea y la iniciativa hubiera partido de él y en última instancia fuera Monseñor Pérez y Aguilar el verdadero Fundador.
 La primera vez que Doña Clara de Alvarado se encontró con el Obispo de San Salvador fue durante la Visita Canónica que éste realizara a la Parroquia de la Inmaculada Concepción de Santa Tecla en el año de 1891.  Ella estuvo presente en una reunión que tuvo el Obispo con las cofradías y hermandades de la Parroquia, pues era la Tesorera de la Hermandad de Nuestra Señora de los Dolores.  En esa ocasión Doña Clara recibió el elogio del Prelado por la manera clara y actualizada con que llevaba las cuentas de la Hermandad.
 No tenemos noticia de otros encuentros entre ellos hasta que Doña Clara de Alvarado anda en trámites para la fundación de una Comunidad de Terciarias Carmelitas en una pequeña casa que con grandes esfuerzos habían construido las Carmelitas en los terrenos de la Iglesia de Nuestra Señora del Carmen, que también se hallaba en construcción, para  lo que contaron con el apoyo decidido del celoso sacerdote  José María López Peña, entonces Director de la Cofradía del Carmen.
 Al menos en dos ocasiones a través de la Curia Arzobispal, las Terciarias Carmelitas de Santa Tecla fueron reconvenidas por el Arzobispo a quien desagradaba el proyecto de una Fraternidad Carmelita.  A finales de 1914 Doña Clara de Alvarado y algunas compañeras se instalaron en la casita junto a la Iglesia del Carmen para iniciar su proyecto de vida fraterna en común.
 En estos años, la gran preocupación, entre otras naturalmente, del Arzobispo Pérez y Aguilar era lograr que los Padres Jesuitas se hicieran cargo del seminario de la Diócesis. Quiso la Providencia que se desencadenara en México una persecución contra la Iglesia Católica que hizo que los Padres de la Compañía buscaran refugio en nuestras tierras.  Así realizó, Monseñor Pérez y Aguilar, el deseo tan largamente acariciado de tenerlos al frente del Seminario y de la Iglesia de La Presentación  que después se llamaría Iglesia San José.
 Fue el párroco del Carmen en Santa Tecla, P. José María López Peña, quien había solicitado al Arzobispo a dos padres jesuitas para que colaboraran con él en el apostolado.  Monseñor Pérez y Aguilar, sin embargo, lo que hizo fue trasladar al Padre López Peña a la basílica del Sagrado Corazón de Jesús y nombrarlo Canónigo Teologal de la Catedral y conceder la Parroquia de Nuestra Señora del Carmen a los Padres de la Compañía. En el contrato que se hace con el Provincial de los Jesuitas de México se dice que las Hermanas Terciarias Carmelitas que viven en los terrenos de la Parroquia no tienen ninguna injerencia en su administración, ni en su apostolado, pero, el  Obispo, ve como más conveniente para la administración parroquial y la comodidad de los religiosos de San Ignacio que las Carmelitas abandonen la casa que habitaban. 
 Un día, a principios de febrero de 1915 llama a Doña Clara de Alvarado, Priora de la Comunidad, para manifestarle su decisión.
 –        Doña Clara, quiero que me dé su casita en la Iglesia del Carmen, dijo el Obispo.
–        Para Dios, respondió la Sierva de Dios, mi casa, mi corazón y mi vida, Excelencia.
 Es en este momento cuando el Arzobispo de San Salvador se da cuenta de la grandeza espiritual de Madre Clara María. Sin más es capaz de desprenderse de algo que a ella y sus hermanas les ha costado años de esfuerzos y sacrificios. Todo sea para la mayor gloria de Dios que redundará del apostolado de los Padres Jesuitas.
 Aquel gesto de obediencia a la autoridad eclesiástica y de desprendimiento total de los bienes terrenos, obtuvo la benevolencia del Prelado para la obra de Madre Clara que estaba dando sus primeros pasos y entonces pensó que con la fundación del Hogar Adalberto Guirola el Convento de Belén se quedaría desocupado, ¿por qué no entregarlo a las Terciarias Carmelitas para que continúen allí su proyecto de vida fraterna en común?  La solución le pareció conveniente y propuso a Madre Clara que se trasladara con sus hermanas a Belén.
 Las compañeras de Madre Clara no aceptaron el traslado y cada una volvió a su casa, dando por concluido el proyecto.  Madre Clara, no, con sus escasas pertenencias se trasladó el 18 de febrero de 1915 al maltrecho convento de Belén.  Se trataba de comenzar de nuevo.
 Poco a poco Dios fue concediendo a la Fundadora compañeras que se entusiasmaran con su proyecto de vida fraterna carmelitana y servicio amoroso a los más pobres entre los pobres. 
Durante estos primeros meses de permanencia en Belén, Madre Clara fue redactando un pequeño y simple reglamento para la convivencia de la comunidad. En él fue mezclando sabiamente elementos espirituales, ascéticos y disciplinares, aunque el documento está muy lejos de los tecnicismos jurídicos que acostumbran las curias eclesiásticas.
 Desde su palacio el Arzobispo seguía atentamente los acontecimientos de la pequeña comunidad de Belén, por lo que en octubre de 1916 consideró que había llegado el momento de formalizar a la pequeña comunidad de Belén; para ello, elaboró o mandó elaborar, unos Estatutos que regirían la vida de las Terciarias Carmelitas. Estos Estatutos, que intentan traducir jurídicamente, aunque sea de forma lejana,  el Reglamento escrito de puño y letra de Madre Clara, fueron aprobados por el Cabildo de Catedral el 7 de octubre de 1916.  La inauguración de la Hermandad de Terciarias  Carmelitas de vida común quedó fijada para el día 14 de octubre de 1916, víspera de la fiesta de la Madre Santa Teresa.
 En la mente de Monseñor Pérez y Aguilar estaba bien claro que la comunidad de Belén era un grupo de fieles laicas, pertenecientes de la Hermandad de Terciarias Carmelitas, que deseaban llevar vida comunitaria, tal como lo permitían las Reglas de la Orden Tercera del Carmen.  En otros protagonistas las cosas no estaban tan claras:  El Padre José María López Peña siempre había tenido la idea que se trataba de una nueva Congregación Religiosa y como tal se refirió siempre a ella, desde las páginas de El Carmelo, ya en el año de 1903.  La misma idea parece manejar el Padre José Encarnación Argueta al predicar los retiros previos a la erección canónica de la Comunidad de Terciarias Carmelitas y, sobre todo, en aquella emotiva escena de cambio de nombre que tuvo lugar ocho días después de la inauguración.
 Madre Clara también era consciente en aquellos primeros años que lo que ella había fundado, con el consentimiento del Arzobispo, era una comunidad de Carmelas del siglo.  Algunas expresiones  suyas confirman esta idea:  “Yo lo único que quería era que las cuatro viejas muriéramos juntas”, “Nunca pensé que sería fundadora.”, y no lo dice sólo por humildad, lo dice de verdad.
 En todo caso la iniciativa viene de Dios a través de un sueño que nos relata hermosamente Sor Genoveva del Buen Pastor, en el que la Sierva de Dios ve manifiesta la voluntad de Dios para que inicie la fundación de una Congregación Religiosa en regla.
 El Arzobispo sigue apoyando a Madre Clara, como cuando destina una parte de las ayudas recibidas para apoyar a la comunidad de Belén damnificada por el terremoto de 1917, pero no entiende el proyecto de la Sierva de Dios, ni le da continuidad, incluso en una comunicación al Nuncio de Su Santidad Monseñor José Marenco llega a incluir a las Carmelitas de San José entre las congregaciones religiosas nacidas en su Diócesis y consulta a la Santa Sede si la erección canónica realizada por él es válida para la erección de un Instituto de Vida Religiosa femenino de votos simples.
 Consulta sí, pero no actúa, pues todo era tan fácil como que él debía enviar a la Sagrada Congregación para los Religiosos la documentación referente a la piadosa asociación de fieles que pretende convertirse en Instituto Religioso, solicitando el visto bueno de la Sagrada Congregación.  En la misma inquietante inactividad se quedó su sucesor Monseñor  José Alfonso Belloso y Sánchez.
 Madre Clara, mujer de contemplación activa como todas las fundadoras,  decide tomar en sus propias manos el negocio de la aprobación romana del Instituto y emprende un largo viaje a la Ciudad del Vaticano entre junio y octubre de 1925.
 La Curia Arzobispal, sin embargo, no le brindó ni el apoyo ni la información necesaria, como lo harían posteriormente con las Hermanas de Bethania. Pareciera que hubo falta de comunicación entre los protagonistas, pareciera que  el Arzobispo quitó su apoyo a Madre Clara en el último momento, porque pensó que el proyecto no estaba suficientemente maduro, pareciera que hubo bastante negligencia en la Curia Arzobispal en el tratamiento de este asunto.
 Las relaciones de colaboración entre Madre Clara y el Arzobispo Pérez y Aguilar siguieron siendo francas y cordiales, ella, sobre todo, continuó siendo la hija obediente de la Iglesia que había sido toda su vida.  El Arzobispo murió en abril de 1928 y Madre Clara María de Jesús en diciembre de 1928, la aprobación diocesana de las Carmelitas de San José no se logró sino hasta 1962 y la pontificia en 1982.
 Aunque la tradición carmelitana y sus mismas Constituciones hablan de Monseñor Antonio Adolfo Pérez y Aguilar como el que indicó a Madre Clara María la fundación de las Carmelitas de San José, parece no ser cierto, o su participación tan importante, en los orígenes de la Congregación de Carmelitas de San José. Su papel se redujo a hacer lo que un obispo en estos casos: dar su aprobación al carisma de la vida religiosa en su Iglesia particular.
Roberto Bolaños Aguilar
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