Meditación 19
Madre Clara María de Jesús
y la Vida Teologal.
1. María Zambrano, destacada filósofa española, en su libro “El Hombre y lo Divino”, establece que en la estructura más íntima de los hombres y las mujeres existe una dimensión teológica, lo mismo que existe una dimensión política, económica o ética. Esto quiere decir que, por su misma naturaleza el hombre y la mujer están referidos a Dios. Esta verdad humana el Concilio Vaticano II la expresa de manera muy hermosa cuando dice que el hombre está llamado a vivir en comunión con Dios, esto es, a ser uno con su Dios, no por la naturaleza, pero sí por el amor y la uniformidad con la voluntad de Dios. Desde este punto de vista podemos hablar del hombre como una realidad teológica.
La constatación de la anterior afirmación la hacen los filósofos de la religión al fundamentar desde la razón el fenómeno religioso y la apertura del hombre a la trascendencia divina, una apertura que naturalmente supone también la apertura a la trascendencia de los otros, como prójimos; de igual manera podemos recordar que la Historia de las Religiones también constata con sus propios métodos, que a lo largo de la historia de la humanidad, todos los pueblos y en todas las épocas los seres humanos han buscado a Dios, han intentado relacionarse con él y han querido darle culto y tenerlo favorable a través de ofrendas y sacrificios. En la historia no existe un solo pueblo ateo, ni siquiera en aquella época en que el marxismo triunfante imponía a los pueblos el ateísmo y les privaba de su libertad religiosa. El ateísmo es un snobismo de la modernidad, un sueño de la razón.
Para cada hombre y cada mujer la experiencia de Dios es necesaria y aquello en quienes falta, son seres humanos incompletos, no plenificados por el encuentro amoroso con Dios.
Acaso la primera experiencia de Dios que tengamos los humanos es la de su ausencia; nos damos cuenta, en los escasos momentos de interioridad que tenemos, que hay algo que falta en nuestra vida, algo que presentimos como muy importante, es más, como absolutamente necesario como el aire para la vida, y tenemos la sensación de ahogo existencial. Quizás por eso, la entera vida humana puede ser definida como una búsqueda. El Cantar de los Cantares nos presenta a la amada que encendida de amor por su Amado sale en su búsqueda: Por la noche, en mi lecho, busqué al amado de mi alma, búsquelo y no lo encontré. Me levanté y salí a buscarlo por la ciudad…
La dialéctica de la vida espiritual y amorosa es precisamente: Búsqueda, encuentro, búsqueda, encuentro.
Es claro que esta relación búsqueda-encuentro en el cristianismo se vuelve un tanto más compleja, porque no es sólo el hombre el que anda a la búsqueda de Dios, sino que también Dios es Alguien que busca revelarse a los hombres saliendo a su encuentro; es decir, en las religiones reveladas es Dios que se hace el encontradizo.
El libro del Éxodo recoge, en el episodio de la zarza que arde sin consumirse, nos muestra lo que podríamos llamar el paradigma del encuentro del hombre con Dios, o, ¿no sería mejor decir de Dios con el hombre?
Todos conocemos la historia y el estado anímico de un hombre, Moisés, que había pasado de ser Príncipe de Egipto, a ser un desterrado, perseguido por la justicia, extranjero en el territorio de Madián. Refiere el Éxodo que un día, estando cuidando los rebaños de Jetró, su suegro, en las faldas del Monte Sinaí, una elevación impresionante en medio de un desierto, contempla el extraño espectáculo de un arbusto de zarza que ardía sin consumirse; lo interesante no era la zarza que ardía, sino que ardiera sin consumirse.
En la vida humana Dios ejerce una fascinación tan grande, que todo lo que a él se refiere despierta en nosotros un tremendo interés. La Escritura refiere que el Rey Herodes Antipas al escuchar lo que Jesús hacía, tenía curiosidad por conocerlo. Lástima que para muchas personas Dios sea sólo un objeto de curiosidad, pero no influya en sus vidas para nada.
Movido por el interés en la zarza ardiendo, Moisés se acerca al lugar donde se encontraba, pero en cuanto se aproximó escuchó una voz que decía: Quítate las sandalias porque el lugar que pisas es sagrado.
¿Quién es el que encuentra a Dios? ¡El que se quita las sandalias! Recordemos que en el mundo antiguo los que usaban sandalias eran solo las personas de alcurnia, los pobres andaban descalzos; de manera que quitarse las sandalias era un acto de profunda humildad, casi como desnudarse, para ponerse tal cual se es delante de la divinidad. Dios se oculta a los soberbios y muestra su rostro a la gente humilde.
Así, desde la más profunda humildad, es como el hombre y la mujer pueden encontrarse con Dios. Moisés entabla un diálogo con Dios. En el momento culminante, Moisés le hace a Yahvé, la pregunta con la que comienza cualquier amistad o cualquier relación de amor: ¿Quién eres? A lo que Yahvé responde con esa brumosa y misteriosa respuesta que tanto hizo meditar a San Agustín: Ego sum qui sum. Yo soy el que soy, que era como decirle yo soy el inefable, el incognoscible, el misterio supremo, el único ser necesario, el que es por excelencia. Yo soy el que seré para ti.
Descubrir a Dios es para el ser humano la experiencia más gratificante que pueda tener, porque es encontrarse con Aquél que puede dar sentido a su vida y a todo lo que acontece en ella, que puede darle la felicidad y la plenitud que no pueden darle las criaturas caducas. Encontrar a Dios, dirá, el Evangelio es encontrar el “tesoro escondido”, “la perla preciosa”, la “margarita sin par”.
Algunas veces, sin embargo, pareciera que no somos nosotros quienes encontramos con Dios, sino Él quien nos encuentra a pesar de lo mucho que nos escondemos de su mirada. En los Evangelios casi siempre el Padre aparece como quien toma la iniciativa de ir en nuestra busca, basta recordar las maravillosas parábolas de la Misericordia: la Ovejita perdida y el Hijo Pródigo. (Lucas, 15)
Con razón dice San Agustín en sus “Confesiones”: Nos has hecho para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en ti.”
El encuentro con Dios no es sólo uno, el primero es sólo la gracia inicial, como en el caso de la Conversión de San Pablo, y de tantos otros hombres y mujeres a lo largo de la historia, más bien deberíamos hablar de encuentros con Dios a lo largo de nuestra vida, que van profundizando nuestro conocimiento de Él, ahondando nuestra amistad y haciéndonos crecer en gracia y santidad. En todo caso, a pesar del pecado, Dios siempre está dispuesto a iniciar de nuevo, a darnos una nueva oportunidad.
2. En la vida y espiritualidad de Madre Clara María, resulta evidente la estructura teológica de la persona humana. De hecho la síntesis de su vida queda expresada en aquella frase referida a Jesús presente en la Santísima Eucaristía: Todo lo mejor para Jesús.
Hemos afirmada que la dimensión teológica de la vida de una persona se concreta en su referencia constante y auténtica a la divinidad. Ciertamente el día más importante en la vida de un cristiano, fuera de otros días también importantes, es el de su bautismo, porque es el día en que es adoptado como hijo por Dios y toda su existencia llamada a morar en la intimidad de la Santísima Trinidad, es decir, a vivir en comunión con Dios.
El 31 de octubre de 1957, la pequeña Clara del Carmen fue llevada al Templo de Santo Domingo, conocido como La Central, y en una ceremonia íntima, el sacerdote derramó sobre su cabecita el agua de la vida, haciéndola hija del Padre Dios y miembro de la Iglesia de Jesucristo.
Aquel día toda la existencia de la Niña quedó transformada en Cristo. Este primer encuentro de Clara del Carmen con Dios, un encuentro del que posiblemente no recordara nada, fue tan hondo que con la efusión del Espíritu recibió también las Virtudes Teologales para que dieran vida y eficacia a su respuesta al amor de Dios. Por eso se nos enseña que el sacramento del bautismo imprime carácter, porque definitivamente nos vincula para siempre al amor de Dios.
La obra de Dios en la persona dependerá en mucho de la respuesta de cada uno al misterio de la gracia, que no es otra cosa que el amor de Dios operando en nuestra vida. Allí está la diferencia entre los santos y los creyentes mediocres; el santo da a la gracia una respuesta radical, generosa, total, nosotros en cambio respondemos a medias, fríamente, con cálculos, etc.
Madre Clara María desde su más tierna infancia abrió su corazón a la experiencia de Dios, de modo que se dejó transformar gradualmente por el amor de Dios expresado en forma de gracia, hasta dar, como dirá el Apóstol Pablo, la medida de Cristo en su madurez.
Es claro que esta respuesta al amor de Dios y a su deseo de salvarnos ha de ir reafirmándose y consolidándose con el tiempo, sobre todo, en los grandes momentos de crisis, de dolor y también de gozo y alegría.
Creo que en la vida de nuestra Santa Fundadora hay tres momentos fuertes en los que su decisión por abrirse a la acción santificadora de Dios definió para siempre su vida.
Madre Clara fue al matrimonio con la inocencia de un niño y la pureza de un ángel, dirá su biógrafa Madre Genoveva del Buen Pastor; yo, sin embargo diría, que no sólo fue pura e inocente, sino también dispuesta al sufrimiento porque tal matrimonio contrariaba su más íntimo deseo de consagrarse a Dios en la Vida Religiosa.
Si ya desde niña, Dios la había hecho beber el cáliz del sufrimiento, en un querer asimilarla con él por el camino de la cruz, los años de su vida de casada fueron años de sufrimiento y de cruz, unida, por el deseo de su madre a un hombre que nunca estuvo a la altura de su vida espiritual.
Sin embargo, de manera absolutamente heroica y excepcional asume aquella cruz que para ella expresa la voluntad de Dios. Nunca una queja, nunca un reproche, nunca levanta la voz, de manera que a los ojos de todo aquél es un matrimonio feliz. El mismo Alfredo Alvarado manifiesta en uno de los pocos momentos en que no se miente a sí mismo, que “en once años de matrimonio no ha tenido el menor motivo de queja”.
Aquel matrimonio desdichado es para Doña Clara del Carmen, la ocasión de un encuentro cada día en mayor profundidad con Dios. La cruz no se puede llevar con fruto sino es estrechamente unida a Dios. Es él quien la reviste del Don de Fortaleza, quien fundamenta su vida como una roca firme, quien le enseña el valor espiritual del sufrimiento y, además, quien le da la convicción de que a la luz sólo se llega por el camino de la cruz.
El segundo momento crucial en la vida de Madre Clara es su encuentro con la Santísima Virgen María a través de las Hermandades de Nuestra Señora de Los Dolores y de la Virgen del Carmen.
Con frecuencia, en nuestra vida María está presente de manera más o menos clara, más o menos consciente, pero en un momento dado nos encontramos con el amor de María que viene a trastocar nuestra manera de ser creyentes.
El Papa Juan Pablo II nos invitaba hace algunos años a contemplar a Cristo para amarlo más y adentrarnos con Él en el misterio de la Redención. Este es uno de los retos que la Iglesia y los creyentes hemos de asumir en los inicios de este Tercer Milenio (Tertio Millenio Ineunte) en el que queramos o no tenemos que adentrarnos. Sin embargo, el mismo Papa, en su Carta sobre el Santísimo Rosario de la Virgen María, nos invitaba a mirar a Cristo con los ojos de María. La idea es genial, pero, ¿cómo miran a su Hijo los ojos de esta Santísima Madre?… con un amor de entrega incondicional que recuerda el inmenso SÍ del día de la Anunciación.
Anotarse en las Hermandades mariana de Santa Tecla no sólo destaca que la espiritualidad de Madre Clara María es la del pueblo, ella no pertenece a la Elite que dirigían los Padres Jesuitas. Pero en ese proceso de acercarse a la Santísima Virgen, que hace que la descubra de una manera nueva y más auténtica, la Santa Fundadora aprendió a mirar a Cristo con los ojos de su Madre Santísima. Para Madre Clara hacer esta experiencia no sería nada difícil porque ella sabía perfectamente como miran las madres a sus hijos.
Por eso, el Padre Alberto Barrios Moneo afirma que fue la devoción mariana la que centró definitivamente la vida de Madre Clara en Cristo Jesús, el Hijo de María.
El tercer gran momento, y miren que puede haber muchos más, es la fundación de la Congregación de Carmelitas de San José, que llevó a Madre Clara María a ahondar en su consagración bautismal por la consagración total de su persona a Dios en la Vida Consagrada. Ella misma lo expresa en su poesía El Báculo:
Sencillos pastorcitos
Prestadme vuestra voz
Para cantar alegre
TODA SOY DE DIOS.
La consagración de Madre Clara por medio de los votos religiosos de alguna manera representa el término de su búsqueda de Dios, pero debemos aquí entender término no como fin, sino como encuentro del Amado en quien se reposa para siempre amando cada vez más intensamente.
Decir que Madre Clara María es una mujer teologal es sólo poner de manifiesto que vivió toda su vida con Dios y para Dios, llegando al final de su vida a ser una imagen viva de nuestro Divino Redentor.
3. En la vida de toda persona existen ciertos hábitos de bien, que solemos llamar virtudes. Son los actos particulares repetidos los que hacen surgir el hábito, que constituye la forma idéntica de reaccionar ante los estímulos provenientes del entorno.
Todos hemos oído hablar de las virtudes morales, dentro de las cuales las de mayor importancia son las llamadas virtudes cardinales, que fundamentan a las demás. Las cuatro virtudes cardinales son: justicia, templanza, prudencia y fortaleza.
También hemos oído hablas de las virtudes teologales, que son la fe, la esperanza y la caridad, y que redimensionan y vitalizan a las virtudes morales haciéndolas un camino de santidad.
La gracia santificante no es un capital muerto, sino el fundamento de una vida ajustada a Dios, es la participación de la vida divina (2 Pe. 1,4), y, por lo mismo, participación en el conocimiento y en el amor con que el Padre y el Hijo se conocen y se aman en el Espíritu Santo. Esto se evidencia por el noble séquito de la gracia, es decir, por las virtudes teologales, por las que la potencia del alma (razón, voluntad y afectos) quedan habilitadas para la actividad vital de los hijos de Dios.
Por la fe la inteligencia queda habilitada para ser receptora de las riquezas de la verdad divina; por la esperanza la voluntad, que ansía la felicidad, queda ordenada a la divina bienaventuranza, herencia propia de los hijos de Dios; por la caridad, la facultad de amar, que es también la facultad de apreciar y aceptar los valores, se hace apta para descansar en la unión amorosa con Dios, bien supremo, digno del amor absoluto, pero con un reposo y descanso que es principio de libre actividad.
A la fe, esperanza y caridad se les llama virtudes teologales pues:
• Solo Dios puede darlas; la única contribución positiva de que el hombre es capaz, consiste en preparar su alma para recibirlas.
• Proporcionan la participación en los bienes propios y exclusivos de Dios; por ella participa el hombre del tesoro de las verdades divinas naturalmente inasequibles, como también de la divina bienaventuranza y de la comunión con la divina caridad.
• Dios mismo es el motivo y el fin (objeto material y formal) de las virtudes teologales. Dios es su fin u objeto material: la fe tiende a Dios en cuanto Dios se conoce a sí mismo y en cuanto es veraz para comunicarle al hombre el tesoro de los misterios de su corazón; la fe tiene a Dios, en cuanto infinitamente dichoso y beatificante; la caridad descansa en Dios, en cuanto digno de un amor absoluto. Dios es también el motivo (objeto formal) de las virtudes teologales: el motivo y el fundamento de la fe es la veracidad de Dios; el de la esperanza la bondad, omnipotencia y fidelidad de Dios, o, en otras palabras, las prometidas riquezas de la divina caridad; el de la caridad, la suma bondad de Dios, digno de un amor absoluto.
El fin principal de las virtudes teologales no es pertrechar al hombre para su cometido en este mundo – aunque le comunica bríos poderosos para llevarlo a una altura insospechada -, sino para entablar el diálogo con Dios, diálogo que alcanzara su perfección en la eterna bienaventuranza.
Lo primero que las virtudes teologales están destinadas a elevar y ennoblecer, no son las obras exteriores, sino los sentimientos y las palabras, pues es a Dios a lo que directamente se ordenan; en otros términos, el amor que Dios tiene al hombre y la respuesta que éste le da, tienden directamente a establecer entre Dios y el hombre un activo comercio de amor.
Pero como las virtudes teologales sorprenden al cristiano en su peregrinación por el mundo, impregnan también todas sus obras exteriores y toda su actuación en el mundo ( o su moralidad entera), dándole el sentido de una respuesta a Dios y de responsabilidad ante Él. Que es como decir que las obras exteriores pedidas por las virtudes morales, si se realizan estando en gracia de Dios, quedarán informadas y animadas por las virtudes teologales y entrarán en el diálogo religioso del hombre con Dios. Entendemos que hay deberes y virtudes morales siempre que el hombre tiene que volver sus manos y su rostro – su alma y su actividad – al mundo, a lo temporal aun cuando se trate de un empeño religioso, cual el empeño de imbuir de espíritu evangélico el ambiente y la sociedad humana: todo ello es actuación moral. Pues bien, por el dinamismo propio de las virtudes teologales la zona de actuación terrenal se trasparenta de tal manera, que el hombre, aunque vuelto hacia el mundo, sigue siempre, en realidad, vuelto hacia Dios.
Las virtudes teologales nos introducen en el diálogo con Dios pero solo gracias a Cristo y mediante Él. Cristo, Palabra eterna del Padre se convierte en nuestra verdad, en nuestro maestro pero sólo gracias a la fe. La fe dirige nuestro oído interior hacia Cristo y nos lo hace recibir como nuestro Maestro, teniendo entendido que es Cristo quien nos comunica los tesoros de la verdad encerrados en Dios.
Mediante la esperanza Cristo es el camino que nos lleva a la eterna bienaventuranza. Por su obra redentora Cristo se nos ha revelado y ofrecido como el camino a la bienaventuranza, por su resurrección nos ha puesto ante los ojos el poder infinito de que dispone su amor redentor: he allí las razones que fundamentan nuestra esperanza.
Cristo es también nuestra vida, por la divina caridad que ha sido infundida en nuestros corazones. Cristo nos patentiza el amor con que nos ama el Padre; Cristo Jesús nos envía el Espíritu Santo que derrama en nuestros corazones la divina caridad, en fin, Cristo Jesús nos hace partícipes de su amor al Padre y del amor que el Padre le profesa a Él, y esto mediante el amoroso misterio de nuestra incorporación a Él.
En la vida de las personas santas, que son la obra maestra de la gracia y poseyeron las virtudes teologales en grado heroico, es decir, extraordinario, y de manera habitual, podemos ver claramente no sólo la acción del amor de Dios en la persona humana, sino también la plenitud de la vida teologal, es decir, de una existencia toda ella vivida en Dios.
El gran moralista redentorista Bernard Häring, al hablar de las tres virtudes teologales dice: La tríada de las virtudes teologales, en la unidad de la gracia santificante, es una imagen de la Santísima Trinidad, de la única esencia en las tres personas. Las tres virtudes teologales corresponden también, a las facultades espirituales del hombre, a las de conocer, desear y amar. San Pablo señaló expresamente estas tres virtudes: Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza y la caridad (1 Co. 13,13) Con ello quiso decir estas virtudes son las condiciones esenciales y permanentes de nuestra vida cristiana. Las manifestaciones todas de la vida cristiana tienen que basarse en estas tres virtudes y amoldarse a ellas.
El Catecismo de la Iglesia Católica, define a estas virtudes de la siguiente manera:
La virtud es una disposición habitual y firme para hacer el bien. Las virtudes teologales disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y a Dios conocido por la fe, esperado y amado por el mismo.
Las virtudes teologales son tres: la fe, la esperanza y la caridad. Informan y vivifican, todas las virtudes morales.
Fe: por la que creemos en Dios y creemos todo lo que Él nos ha revelado y que la Santa Iglesia nos propone como objeto de la fe.
Esperanza: por la esperanza deseamos y esperamos de Dios con una firme confianza la vida eterna y las gracias para merecerla.
Caridad: Por la caridad amamos a Dios por encima de todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios. Es el vínculo de la perfección y la forma de todas las virtudes.
En la experiencia eclesial la santidad está necesariamente vinculada a la práctica de las virtudes, de todas las virtudes, de una manera perfecta, sacrificada y permanente. Esto hace que en los procesos de canonización una de las partes fundamentales es la información sobre las virtudes heroicas y la fama de santidad del candidato a la santidad oficial.
En la vivencia popular, en cambio, la santidad más bien se mira como expresión de una profunda amistad con Dios. Uniendo ambas experiencias encontramos el concepto aproximado de la santidad cristiana.
Nadie puede negar que en el camino de un cristiano la fe, la esperanza y la caridad constituyen las notas diferenciales de una vida virtuosa al estilo humano. En el mundo pagano hubo personas que se esforzaron y lograron un elevado grado de práctica de las virtudes morales; las virtudes teologales redimensionan totalmente las virtudes morales al referirlas a Cristo a quien hemos sido incorporados por el bautismo. Así todas las virtudes nos conducirán a la eterna bienaventuranza que es el fin de la existencia cristiana.
En la vida de Madre Clara María, ya desde sus más tiernos años, encontramos una práctica de las virtudes de manera extraordinaria, sin que ello signifique que no hubo un proceso de maduración en todas las virtudes. En el discurso pronunciado con ocasión de la develación de una placa conmemorativa en la casa en donde nació la Madre, dijo el historiador migueleño, Don Joaquín Cárdenas, “Sus padres Don Daniel Quirós y su madre Doña Carmen López la hicieron educar en un ambiente de dignidad y nobleza. Su juventud se deslizó apacible en la vida del hogar. Refieren anotaciones de familia que Clara del Carmen, fue en su infancia y en su adolescencia e igual en su juventud un dechado de virtud;…
Las virtudes teologales, de las que hemos hablado, son la acción de Dios en la vida de una persona en su circunstancia concreta. A esa acción de Dios en la persona y a la respuesta de ésta al amor que se le oferta, podemos llamarla VIDA TEOLOGAL. La vida entera de Madre Clara María puede ser definida como una vida de una intensidad teologal extraordinaria, ella, realmente, vivió solo por y para Dios.
Venid, Reyes de Oriente,
Venid, a presenciar…
El amoroso júbilo
Que mi alma siente ya.
¡Soy toda de Jesús!
A otro no puedo amar
Es mi lecho la cruz
! Quiero en ella expirar ¡
A lo largo de sus setenta y un años de vida, podemos ver como su fidelidad a la gracia va realizando en ella la plenitud de las virtudes teologales.
Con frecuencia creemos que la fe es sólo la aceptación de las verdades reveladas que la Iglesia nos propone como objeto de fe. Es obvio que este es el principio de la fe que viene a perfeccionar nuestras facultades intelectuales para que seamos capaces de comprender los misterios de nuestra fe. Este asentimiento intelectual que damos a lo que la Iglesia nos propone como divinamente revelado, que San Pablo llama la obediencia de la fe, sin embargo, supone que lo convirtamos también en las obras de la fe, porque la fe para que sea operante ha de llevarse a la práctica en la vida.
Lo dice el Apóstol Santiago que la fe que no produce obras está como muerta y la fe muerta no conduce a la salvación. En realidad, la fe supone algo más que la aceptación de un conjunto de dogmas o principios de fe, como dice el Padre Bernard Häring, la fe es un encuentro personal con Cristo y en cuanto tal constituye una historia de amor y de amistad. Es evidente que a lo largo de la vida de Madre Clara María la fe es una de sus actitudes fundamentales. No creemos que haya dudado jamás de las verdades que nuestra Iglesia nos enseña que son divinamente reveladas, pero en ella encontramos algunos gestos que nos hacen patente.
Uno de ellos, muy hermoso, fue cuando hizo su profesión como Terciaria Carmelita. En el acta que se encuentra en el libro de la Hermandad, escrita de su puño y letra, no siendo habitual en este tipo de documento ella se compromete a defender el dogma de la Inmaculada Concepción de María desde el primer instante, definido por el Beato Papa Pío IX en 1854. Dos hechos de fe podemos descubrir en el viejo documento. El primero es la aceptación gozosa de Madre Clara de todo aquello que nuestra Madre la Iglesia nos propone como formando parte de nuestra fe; pero, al mismo tiempo, expresa el amor y la preferencia espiritual que siente la Sierva de Dios por este privilegio mariano:
Tú, a quien la diestra del muy alto quiso
Preservar de la infausta maldición,
Que allegó nuestra madre Eva en el paraíso,
Y EXENTA Y LIBRE DE TODA CULPA te hizo
Ab eterno en limpia concepción.
El segundo, conocido por poca gente, se refiere al momento en el que se está elaborando el proyecto de Constitución de la República de 1886 de contenido liberal, en el que se propone un Estado Laico que reconoce la libertad religiosa, el divorcio, la educación laica en las escuelas católicas. Es decir, un documento jurídico que no tenía en cuenta algunos derechos de la Iglesia y de los padres católicos y la fundamentación en la ley natural del matrimonio.
Los católicos salvadoreños, guiados por sus pastores, enviaron piezas de correspondencia a la Asamblea Legislativa protestando por tales atropellos a la fe de un pueblo. Entre las mujeres tecleñas que salieron a la defensa de nuestra fe y de nuestra Iglesia se encontraba la Sra. Clara del Carmen Quirós de Alvarado. ¿No es cierto que uno de los deberes que impone la fe es defenderla?
La fe, naturalmente, se expresa en la confianza que tenemos en el amor y la providencia del Padre del Cielo, en este sentido también es ejemplar la confianza y la entrega a la voluntad de Dios que podemos descubrir en muchos acontecimientos de la vida de Madre Clarita.
Creo no es necesario hablar en este lugar de las obras que confirman la fe heroica de Madre Clarita. Son tantos los que podemos alegar y tan corto el espacio que tenemos, pero sólo por citar uno: la fundación de la Congregación de Carmelitas de San José, una institución dedicada al servicio de los más pobres. Cuando comenzó la Congregación la Fundadora no tenía ni recursos económicos, ni apoyos humanos, sólo su fe en que si aquello era obra de Dios nada ni nadie podría destruirla.
Si nos referimos a la esperanza, también es patente y extraordinaria en la Santa Fundadora. Uno de sus temas favoritos de conversación era la santidad y el cielo, tal como lo atestigua el P. Medardo Jaimes, quien la conoció cuando era un joven seminarista.
En la etapa final de su vida, esta aspiración de ir al cielo se vuelve no sólo más intensa, sino más confiada: Yo por la misericordia de Dios me salvaré… Esta breve frase expresa toda la hondura de la virtud de la esperanza en Madre Clara María: por una parte expresa su confianza en que Jesús la va a llevar consigo a participar de los gozos eternos en el Reino de los Cielos, pero, por otras, no presume de sus propios méritos, ni de sus fuerzas, sino que también confía que la misericordia de Dios le dará las gracias que sean necesarias para llegar a la meta. No presume, ni desespera, los dos grandes pecados contra la excelsa virtud de la esperanza, simplemente confía, como dice el Salmo 13: En cuanto a mí, confío en tu bondad; conoceré la alegría de tu salvación y cantaré al Señor que me ha tratado bien.
Hablar de la caridad en la vida de nuestra Sierva de Dios es un poco redundar, porque si alguna virtud practicó con verdadera perfección fue la caridad para con Dios y con el prójimo, sobre todo los pobres y los más necesitados de socorros espirituales.
Dialogando con el Santísimo Sacramento, le dice:
¡Te amo Señor! ¡y con amor ardiente!
Mi corazón te busca por doquier,
Y mi alma herida, con ardor vehemente,
Como el siervo sediento por la fuente,
Vive ansiosa de unirse con tu Ser.
El amor intenso, y por encima de todo, que tuvo Madre Clara María por Dios, no se queda en el mero sentimentalismo, sino que trasciende a la otra dimensión del amor que es el del prójimo.
Si Jesús es el Buen Samaritano, el que nos enseña con su vida quién es nuestro prójimo, la Sierva de Dios es también una Buena Samaritana, que recorre las calles de Santa Tecla buscando a las niñas abandonadas, a las que están en peligro de corrupción, a las mujeres abandonadas, a los matrimonios en dificultades. Como Jesús Madre Clara no hace distinciones en su ardiente caridad, también socorre a las familias vergonzantes, acompaña a los enfermos en su lecho de dolor y les prodiga los cuidados y la ternura de una madre, acompaña a los moribundos para sugerirles sentimientos de compunción, de confianza y de amor, lo hizo, incluso con el Arzobispo de San Salvador, Monseñor Pérez y Aguilar, acoge a los pobres y parte con ellos el pan de su comunidad.
Su caridad se derrama, sobre todo, con los pobres pecadores, que son los más pobres de los pobres porque están privados de la gracia; corrige, exhorta y quiere llevarlos al amor de Jesucristo. Cuántas veces le oyeron decir sus hermanas de Comunidad: Lo importante es salvar sus almas.
La caridad es el vínculo de la perfección, porque sólo a través de ella se llega a la plenitud espiritual, es la forma de todas las virtudes, porque podríamos entregar nuestros cuerpos como pasto a las llamas que si no tenemos amor no somos nada.
En el sublime Himno a la Caridad, el Apóstol Pablo dice: Ahora, pues, son válidas la fe, la esperanza y el amor, pero la mayor de estas tres es el amor.
Con frecuencia he imaginado a Madre Clara María, leyendo las Obras de San Juan de la Cruz, por cierto ¿qué libro es el que tiene entre sus manos en la imagen de todos conocida?, pues en San Juan de la Cruz ella leería que… Al atardecer de nuestra vida seremos examinados en el amor.
¡SOLO EN EL AMOR!
Roberto Bolaños Aguilar